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Publicado: 19 de Abril de 2020
Todos los días abren las noticias con el número de fallecidos, todos los días. Cada vez somos más, los que tenemos cerca a personas que han sufrido una de esas pérdidas. Sólo una de los miles, pero qué dolor. No poder estar cerca, no poder hacer algo por ayudar, por acompañar. No poder decirle adiós cogiendo su mano. No poder despedirlo, como creo que debo hacerlo.
Al aturdimiento inicial que aparece en esta situación, le puede seguir una sensación de incredulidad, de no ver como real lo que me dicen en esa llamada. Y relato mil veces lo sucedido, como una forma de creerlo, de asumirlo. Otras veces, el silencio es el primer refugio. O puedo empezar una escalada de enfado hacia todo y hacia todos. Intentando buscar un motivo, un culpable que pague por mi pérdida, por mi dolor. Algunas personas, en este camino, llegan a sentir culpa, ellos mismos, por lo no hecho, por lo no dicho, por lo no compartido, por… acaso como un mecanismo de defensa que me distraiga y espante de mi cabeza la enorme tristeza, la inesperada soledad.
Nuestro cerebro está diseñado para sobrevivir. Poco a poco, a él empezarán a acudir imágenes bonitas, compartidas con quien se fue. Sus costumbres, sus miradas, sus palabras llenas de presencia nos llegan como recién estrenadas. Y podremos sonreír suavemente, por la fortuna de haber formado parte de su vida, recogiendo todo lo que nos dio, todo lo le que dimos. Aunque antes de llegar aquí, el camino de la despedida será duro.
Un abrazo enorme para todas esas personas que han perdido a alguien muy querido.
Silvia Bautista. Psicóloga. Collado Villalba. Madrid.